viernes, 19 de septiembre de 2008

Hijo gordo = Hijo sano

Capítulo II
Hijo gordo = Hijo sano


Recuerdo con nostalgia mi despertador Casio...Tititití…Tititití…Tititití. Cuando daban las siete de la mañana, llegaba mi madre a prender de putazo la luz. Los músculos oculares de mis pupilas se contraían con dolor.

Después de una ducha en chinga, mi madre me embarraba las greñas con gel Alberto VO5. Como no babía tiempo de desayunar unos Corn flakes, a chingarse un licuadote. Hace veinte años no había las opciones de licuados digeribles en tres etapas de la infancia que hay ahora, sólo estaba la leche en polvo Nido. Si no encontraba tu mamá el botezote amarillo, te iba mal, te tenías que tomar la Mi leche o la Boreal que sabían a leche de borrega. Además, al licuado se le añadían dos huevos, un plátano y dos cucharaditas de Chocomilk o del Milo… ¡Mámate eso en ayunas cuando tienes el estómago pegado!

Ahí me tienen, yendo a clases con la cara verde a tomar matemáticas a las ocho de la mañana, sin poder poner atención a la teacher culera, porque toda la sangre del cuerpo estaba concentrada en hacer la digestión del licuado bomba. Después de cuatro horas llegaba la hora del recreo. A esas alturas ya estaba más livianita, hasta se puede decir que con un poco de hambre. Mi madre y yo teníamos un juego bizarro y cruel: yo por mi parte abría la lonchera con la esperanza de que el sándwich fuera de mermelada o de Aladino… ¡Pero por supuesto que noooo!…un olor a pedo que dominaba la escena me hacía descubrir que el lunch era un sándwich de jamón con aguacate y pan remojado, la famosa cantimplora genérica y una manzana echa tepache. Justo cuando estaba apunto de darme por vencida, recordaba que aún me quedaban dos monedas de cien pesos (obvio estoy hablando de una época mucho antes de los nuevos pesos) veía ilusionada las moneditas doradas con la imagen de Carranza y me decía:

-Me compraré mis papitas Sabritas adobadas y un vaso de chesco de naranja.

La segunda parte del juego consistía en deshacerme de la evidencia apestosa, para que mi madre creyera que me había comido el lunch. Me dirigía al bote de basura más cercano, para tirar el sándwich, pero, invariablemente, llegaban a chingar unas pendejas de quinto para hacerme la claaaásica pregunta:

-¿Sabes cuántos niños muertos de hambre hay en el mundo?

El sándwich siempre acababa en el bote valiéndome madres lo que me decían las compañeras de quinto. Una vez en la tiendita gozaba de mi lunch improvisado.

“No hay Sabritas adobadas. No hay pedo, dame unos Tostachos”.

Al sonar dos de la tarde terminaba la escuela. Ahí en el camellón estaba mamá. Como sólo ingería una bolsa de papitas, siempre llegaba cagándome de hambre a la casa, con un antojo ojetísismo de una Burger Boy, o una Shakey’s Pizza (¡Qué pedo! En mi época sí tenían gente). Pero al llegar al cantón, un olor extraño, desagradable, pero muy familiar proveniente de la cocina, me acomodaba un puñetazo en la nariz.

¡¡¡HÍGADO ENCEBOLLADO!!!
¡¡¡Noooooooooooooooooo!!!
No voy a ser exagerada, no siempre era hígado encebollado. También hacían de comer riñones de res con jitomatito.

Ahí aprendí a llorar de frustración.

Mí madre se preocupaba en extremo porque no más no engordaba. Los doctores insistían en que yo estaba bien, que al rato embarnecería, pero mi mamá no paró hasta dar con el médico que le dijera lo que quería escuchar, qué estaba demasiado flaca y que necesitaba engordar, porque tener un hijo regordete y cachetón era sinónimo de ser una buena madre que tenía hijos sanotes. Fue así como a mi brebaje matutino se le añadieron unas cucharaditas extras de Complán. Lo juro. Hubiera sido más fácil tragar cemento.

Finalmente nunca logré ser la niña rolliza que mi madre deseaba, siempre he sido una chica demasiado alta y flaca, y no sólo eso, me quedó como trauma de la infancia una fobia a los licuados y es por ello que no desayuno más que un jugo Del Valle (con fitonutrientes, claro está) y mis Doritos Nachos.

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